viernes, 21 de agosto de 2009

Alfredo, el Seguro.

Puede que a estas alturas pase del centenar el número de biografías/autobiografías que llevo leídas de actores, directores y animales de similar especie. Y de todas ellas, la de Alfredo Landa es de las más amenas. Está escrita por Marcos Ordóñez intentando - y consiguiendo – imitar la atropellada, vehemente y apasionada primera persona del singular que todos hemos visto de Landa en entrevistas y declaraciones públicas. Landa dicta sus memorias rondando los setenta y cinco años, retirado por convencimiento y satisfecho de su carrera. Landa no necesita ser modesto y refiere con esforzada sinceridad tanto sus aciertos como sus errores, no pide perdón por decir que está muy bien en Los Santos Inocentes o Canción de Cuna, porque páginas atrás no ha tenido problema en ponerse a caer de un burro en Polvos Mágicos o Los Días de Cabirio. Se autodefine como un hombre de mucho carácter (“Navarro”, dice él, como explicándolo todo) que ha tenido broncas monumentales con media profesión. Algunas han terminado bien y otras aún no han terminado.

Es en ese aspecto, en reseñar trifulcas o aspectos oscuros de sus compañeros, donde el libro comienza a dar pudor. Todo el mundo tiene amistades férreas y férreas enemistades. Y Landa más férreas todavía (por lo de ser navarro, vaya). Así que está en su derecho de tener en los altares a Bódalo o a Ferrandis o de decir que se parte la cara con cualquiera que se meta con Sacristán, y también está en su derecho de seguir ciscándose en los calostros de Jose Luis Dibildos por hacerle firmar un contrato leonino que lo tuvo persiguiendo suecas por cuatro duros durante casi una década. Pero lo que da pudor al lector ( a este pudoroso lector, al menos) son el resto de casos, los que no son ni amores ni odios pero ahora voy y cuento algo muy feo, u oscuro, o escandaloso de éste compañero de profesión. Uno es tan cotilla como el que más, y me gusta una anécdota jugosa del mundo de la farándula más que rascarme una pupa, pero uno se pregunta si era realmente necesario contar tal o cual anécdota que solo sirve para dejar caer una mancha sobre alguien del que acto seguido -por lo general - afirma que es o era un gran profesional y un tío estupendo. Pues si es un gran profesional y un tío/tía estupendo/a a lo mejor no se merece que hagas saber a todo el mundo, treinta o cuarenta años después, que te hizo una marranada para intentar quitarte un papel, o que se casó con un imbecil que le destrozó la vida, o que se arruinó la carrera por culpa de las drogas o que te propuso hacer un menage a trois (esto último, por cierto, lo cuenta de una respetada actriz actualmente octogenaria. ¡Epatante!). Puede que el exceso de sinceridad sea un defecto.

Tiene también el libro de Landa interesantes reflexiones sobre el arte de la interpretación, sobre todo las páginas que dedica a explicar cómo construyó a Paco el Bajo, el de Los Santos Inocentes. Se confiesa de la escuela de James Cagney, que resumia todos los mandamientos en uno: “Colócate en tus marcas, mira al otro a los ojos y di la verdad”. Y verdad hay en los ojos de Landa en todos los buenos trabajos que deja a sus espaldas.
No debió de serle facil zafarse de las suecas y del destape para conseguir que lo más recordado sea el Bosque Animado, o Los Santos Inocentes, o cualquiera de sus trabajos para Garci (en muchos casos, lo único bueno de la película) o el mejor Sancho Panza que se ha hecho hasta la fecha. Y es que Alfredo Landa - la obviedad fatiga – es de lo mejor que le ha pasado al cine español. Pese a las suecas. Pese a que últimamente se coma los morros con jimenez losantos (así, en minúscula). Y pese a que a la vejez se haya vuelto un bocazas (navarro, dice él).

Cinco minutos de Paco el Bajo y su señorito. Sobran las palabras:

1 comentario:

Vicky dijo...

No se puede decir nada más...