jueves, 26 de noviembre de 2009

Que tu Ala Este no sepa lo que hace tu Ala Oeste

Es curioso que apenas escriba en este blog sobre series de televisión cuando soy desde luego consumidor habitual y, en ocasiones, hasta compulsivo. Me refiero a series norteamericanas, naturalmente. Las españolas, a día de hoy, lamento decir que son horrendas. Especialmente cuanto más pretenden copiar a las norteamericanas.
Unas series las veo con la Srita. Doolittle y otras no. Porque es imposible y no le des más vueltas. Nunca me será dado conocer las arcanas razones por las que la Señora de mis Pensamientos odió al primer vistazo al Doctor House solo por ser un pelín borde, al tiempo que se enamoró sin remisión de Dexter, tolerando con sonrisa benevolente su tendencia al asesinato y al descuartizamiento.

Llevo unos días viendo - delante del ordenador, pedaleando firme hacia una deseable pérdida de peso - la primera temporada de El Ala Oeste de la Casa Blanca. Ésta tampoco la puede ver la Srita Doolittle: su aversión hacia los políticos americanos es solo comparable a la aversión de los políticos americanos hacia el resto del planeta. Así que no pretendas ver con ella una serie de televisión sobre los entresijos de la Casa Blanca y la vida cotidiana de su Presidente. Ni lo intentes.

Pero si te olvidas de la Casa Blanca real, la que gobierna los Estados Unidos, la que ha sido en algún momento de su historia (o durante toda su historia) la inventora de la guerra preventiva, la protectora de dictadores bananeros económicamente convenientes, la sitiadora de dictadores bananeros económicamente inconvenientes, la auspiciadora de modelos económicos insostenibles que finalmente no se sostuvieron y una de las principales culpables del cambio climático; si te olvidas de esa Casa Blanca real, esta serie te gustará. Porque está muy bien hecha. Reconozco que, pese a censurar ciertos comportamientos de su clase política (esta serie no les debe gustar mucho a los Bush, me temo), no puede sustraerse de la tendencia al somos el mejor país del mundo, los padres de la democracia y viva Cartagena”, pero los guiones son inteligentes y críticos, los personajes tienen carne, los detalles están muy cuidados (los complicados planos-secuencia a través de despachos y pasillos no son frecuentes en una serie de televisión) y hay un grupo de intérpretes perfectos encabezados por Martín Sheen, un actor - como todos los que tenemos ascendencia gallega - de imponente talento.


Dejo un video muy bueno de tres minutos. A ver, Doolittle: tú dale al play, si ves que te vas poniendo mala le das al pause, descansas un poquito, y le das otra vez al play.



lunes, 16 de noviembre de 2009

Te quiero, más o menos.

Vimos la otra noche en el Teatro Alhambra Pareja Abierta, de Darío Fo, a cargo de Producciones Imperdibles. Lo digo desde el principio: Darío Fo, al rato, me cansa. No es que haya leído todo su teatro (precisamente por eso, porque me cansa) pero lo que conozco me cansa. Es divertido, sí, e ingenioso, pero tiende a alargar los textos sin apoyarse en elementos que permitan mantener el interés. Muerte accidental de un anarquista y Aquí no paga nadie, por ejemplo, parten de premisas estupendas, serían textos redondos como piezas cortas, pero se hacen pesados a partir del minuto sesenta. Es mi opinión, claro, y seguro que hay sesudos razonamientos que justifican la concesión del premio Nobel a Fo estando por entonces vivo Arthur Miller, pero los desconozco. Y mejor no hablemos de la academia sueca y sus criterios de concesión de premios, porque lo de Obama es como para intentar expulsar por los conductos urinarios los líquidos acumulados en la vejiga sin obtener el resultado apetecido (es decir: pa meá y no eshá gota!).

Volvamos a Pareja Abierta. La pareja de actores de Producciones Imperdibles da al texto el adecuado tono de farsa grotesca que requiere (por más que el programa diga que es “una reflexión sobre la libertad individual y el compromiso conyugal”... ¡que manía!: como si hacer reír no pudiera ser un objetivo en sí mismo), en un montaje modesto, que suple con ingenio la escasez de medios económicos. Una comedia fácil de digerir (no hay nada sutil, no se deja nada a la sonrisa cómplice), que acaba en apenas hora y cuarto - justo cuando comienza a ponerse repetitiva - y montada adecuadamente pero sin genialidades.

Es poco probable que algún día trabe amistad con un extraterrestre, pero, de ser así, probablemente acabaríamos quedando para ir al teatro. Y, en ese caso, si esta obra fuera la elegida (algo aún más improbable que mis amistades interplanetarias), puedo ver claramente a mi recién llegado e inocente amigo extraterrestre preguntándome a la salida del teatro que cuántos premios Nóbel de literatura se reparten al día en el planeta tierra. No sé si me explico.





lunes, 9 de noviembre de 2009

Bogdanovich y James Stewart

Bogdanovich dedica en su libro Las Estrellas de Hollywood uno de los capítulos más extensos y más llenos de afecto personal y admiración profesional a James Stewart. Tuvo ocasión de trabar amistad con el actor y múltiples intentos de trabajar con él (le propuso el protagonista de En el Estanque Dorado unos años antes del Oscar de Henry Fonda – amigo íntimo de Stewart –, pero la cosa no cuajó). Bogdanovich repasa su carrera llena de aciertos, que incluye los títulos más renombrados de los mejores directores de la época (Capra, Ford, Hitchcock, Mann, Preminger…) y hace una defensa – creo que innecesaria – de su talento como actor. En ese sentido, recoge una interesante reflexión que Cary Grant hizo en su madurez sobre su compañero en Historias de Filadelfía: “Jimmy tuvo el mismo impacto en el cine que Marlon Brando varios años después. Tenía la habilidad de hablar con naturalidad. Sabía que, durante una conversación, la gente se interrumpe realmente, y que no siempre es fácil decir lo que uno está pensando. La gente del cine sonoro tardó un tiempo en acostumbrarse a él, pero tuvo un impacto enorme. Y entonces, algunos años después, llegó Marlon e hizo exactamente lo mismo. Pero lo que la gente olvida es que Jimmy lo hizo primero”. Interesante, ¿verdad?

Habla Bogdanovich del cariño que durante décadas profesó el público al actor y de cómo ese cariño podría explicarse con una simple regla de trabajo que Stewart le revelo en una ocasión: “En esta empresa, no puedes tratar al espectador como un cliente, sino como a tu socio”

Stewart participó como piloto de las Fuerzas Aéreas en la segunda guerra mundial, y lo que tuvo que ver y hacer le afectó profundamente, hasta el punto de que se planteó dejar el cine cuando terminase Qué bello es Vivir, su primer compromiso tras la guerra. Empezó a plantearse que el cine se había convertido en una tontería, en algo sin importancia en comparación con lo que había visto, que ser actor no era una profesión útil en el mundo desencantado y súbitamente adulto que siguió al derrocamiento del nazismo. Estas reflexiones llegaron a oídos de Lionel Barrymore, el malo de Qué bello es vivir, que acudió al rescate. “Tengo entendido que quieres dejarlo. Que no crees que la interpretación sea una profesión importante”. “Emmm, bueno… emmm, sí”, balbuceó Stewart empequeñecido por la inmensa autoridad del mítico Barrymore. “Pero no te das cuenta – prosiguió el anciano – de que conmueves a millones de personas, de que das forma a sus vidas, de que les das una razón para elevarse? ¿Qué otra profesión tiene ese poder? Que otra profesión puede ser más importante? Un mal actor es un mal actor, pero un buen actor, jovencito, puede hacer mucho bien. La interpretación es una de las más viejas y nobles profesiones del mundo. No lo olvides”. Por más que las distintas artes narrativas nos quieran convencer de lo contrario, una vida no cambia por una conversación, pero el discurso de Barrymore debió tener cierto efecto en la decisión final de Stewart de seguir en el cine…¡y cómo!





Barrymore, Stewart y la más vieja y noble profesión del mundo.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

War is a cabaret, my friend. Come to the cabaret.

La temporada teatral del Alhambra, como el equipo de fútbol de los amores de mi señor padre, sigue en ascenso. Cantando bajo las Balas, de Antonio Álamo es un monólogo grotesco y descarnado en el que el cadáver de Millan Astray cuenta y canta su vida y sus “hazañas bélicas”, deteniéndose especialmente en su famoso encontronazo con Unamuno en un acto público en la Universidad de Salamanca… Sí, Madre: si pinchas en “acto público” te manda a otra página que te cuenta toda la historia (¡¡qué paciencia hay que tener con los principiantes!!).


Para los afortunados que no sepan quien es Millan Astray, cinco minutos de navegación por Internet les deberían bastar para familiarizarse (pero no demasiado, recomiendo) con este terrorífico personaje que si fuera ficticio nos resultaría exagerado, y al constatar que fue real desearíamos que fuera sólo un personaje de algún inframundo de Lovecraft.



Al cadáver de Millán Astray da vida el actor Adolfo Fernández, que hace un notable trabajo con un papel difícil y extenuante: el personaje está exaltado casi todo el tiempo, grita, canta a pleno pulmón… lo dicho: extenuante.


El actor y la criaturica.

El autor tiene el acierto de reforzar el esperpento que el protagonista tiene por cerebro, dando a la pieza un aire de putrefacto café-teatro en el que Millán Astray canta y baila para nosotros ante las momias polvorientas de obispos, gobernadores civiles y militares, intelectuales y ¡Carmen Polo!. El resultado es desternillante, si bien el buen hacer de Álamo y Fernández te congela la risa cuando quieren que no olvides que el grotesco personaje fue un asesino psicótico tristemente real, y que las frases ¡Viva la Muerte! ¡Muera la Inteligencia! fueron realmente pronunciadas, quizá como un conjuro, como una maldición que nos condenó a cuarenta años de católica ceguera, orgulloso atraso y glorioso aislamiento nacional.


Por cierto, hasta no hace mucho, por programar espectáculos como este, te podían quemar el teatro. Parece que vamos mejorando.




lunes, 2 de noviembre de 2009

Mi Querido Señor

Se muere López Vázquez y uno tuerce el gesto con un leve pesar, como cuando muere un vecino agradable o aquel tipo simpático que saludábamos sin pararnos al encontrarlo en la calle. Se muere López Vázquez y uno piensa que qué pena, tan joven, porque parece que los actores de cine no tuvieran derecho a envejecer y morirse. Para eso estamos los demás. López Vázquez habitó imágenes que conserva en el recuerdo todo el que ha visto cine en los últimos cincuenta años. En Inglaterra sería Lord, en Francia sería nombrado Caballero, aquí, desde las tres de la tarde, todas las televisiones lo han puesto, una vez más, a correr detrás de una sueca en bikini. País.

Empezó siendo figurinista y ayudante de dirección, luego fue actor en el Teatro Español (tengo una foto suya, jovencísimo, haciendo del Fantasma de las Navidades Pasadas en El Anticuario, versión del Cuento de Navidad de Dickens. A ver si la escaneo…) y luego pasó al cine como actor cómico. Años después, como a otros grandes (Lemmon, Landa…), le pasó que algún director le pidió que se pusiera serio y, como siempre que el payaso llora, el resultado fue sobrecogedor.
López Vazquez, de blanco, con Rodero en el centro
y el tercer fantasma del cuento. Era 1950.
En la vejez, ya con todo hecho, volvió al teatro. Por aquí abajo pasó un par de veces con sendas obritas insustanciales que fui a ver porque era López Vázquez y uno a López Vázquez tenía que verlo. En escena no hacía nada especial: Dejarse querer por un público rendido y regalarles cuatro tics y cuatro inflexiones de voz conocidas como una vieja canción. Pero era López Vázquez.

He buscado sin éxito algún video de Mi Querida Señorita, la delicada extravagancia de Jaime de Armiñan en la que López Vázquez, maestro de la tragicomedia, interpreta a una señora que cerca de los cincuenta años descubre un día que es un hombre. Recomiendo encarecidamente esta rareza exquisita.


Sí he encontrado sin dificultad uno de sus momentos inolvidables de Atraco a las Tres: "Fernando Galindo, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo…"