martes, 8 de diciembre de 2009

Teatro con estrambote.

Dice la leyenda que, cuando Lola Flores se hizo la reina de los tablaos de Madrid, la gente decía: “Mire usted, no canta bien, no baila bien. Pero tiene usted que verla.” Con Rafael Álvarez El Brujo pasa algo parecido. Entiendo que haya gente que una vez visto un espectáculo suyo no quieran repetir. Pero, amigo, si no lo has visto, tienes que verlo.Al Brujo lo vi en directo por primera vez hará veinte años, cuando esta ciudad de Lorca y Maiquez no tenía teatro abierto (y no lo tuvo durante la mayoría de los años noventa), en el salón de actos de alguna facultad. Era la versión teatral de El Pícaro Lucas Trapaza, de Fernán Gómez. Al Brujo le acompañaban Emma Cohen, Vicente Parra y un chico delgadito, de poco pelo y extraordinariamente dotado para la comedia que se llamaba Javier Cámara. Después he visto al Brujo en un par de monólogos (uno de Darío Fo sobre Francisco de Asis y otro , francamente, no lo recuerdo) hasta la semana pasada que vino al Alhambra con El Testigo, de Fernando Quiñones.


Es indiscutible (aunque, si quieres, lo discutimos) que El Brujo tiene una personalidad escénica inimitable. Lo que hace y cómo lo hace sólo lo hace él. Otra cosa es que te guste. Confieso que los dos monólogos que le vi con anterioridad al de la semana pasada me hicieron decir basta. Su tendencia a improvisar, a alejarse del texto tanto que apenas se divisa, acabaron por cansarme. Si el actor abandona el texto, es que el texto no le interesa. Y no puede pretender entonces que me interese a mi. Llegué a la conclusión de que, si nunca habías visto un monólogo de El Brujo, tenías que verlo; pero que, visto uno, vistos todos. Y ahora llega el Brujo y me tira por tierra mi meditada conclusión y me tengo que comer mis palabra como el Tío Gilito se comía su sombrero.


Puede ser que este texto de Quiñones le toque más hondo que otros, pero lo cierto es que esta vez el texto no es una excusa para que el actor despliegue su talento, sino que es el actor – el magnífico actor que es Rafael Álvarez – el que humildemente se pone al servicio de un texto y de un personaje –el anciano cantaor, taciturno y mediocre, que cuenta la historia de otro cantaor, Pantalón, de cante mítico y legendario mal caracter – para darles carne y alma. El Brujo interpreta, el Brujo pretende ser (que es de lo que se trata) un viejo cantaor, valiéndose para ello de todas sus armas: su cuerpecillo exacto, la mirada cambiante, esa voz de mil matices. Y así El Brujo hace teatro, gran teatro, y él es todo el elenco, toda la escenografía y todo el aparato que necesita. Y - en téminos flamencos - hay duende. Y pellizco. No puede evitar el recurso del guiño al público, el trato directo (romper la cuarta pared, que dirían otros aun más redichos que yo. Sí, los hay), pero esta vez el recurso no se fuerza, se hace desde el texto y no al margen del texto, no cansa y se agradece.


Y El Brujo se gana una sonora ovación al terminar su espectáculo. Y entonces viene la sorpresa, el regalo final, “el mandaíco” para los de por aquí: El Brujo, como si no pudiera evitar la travesura de ser él mismo tras una hora aguantándose las ganas, pide silencio en medio de los aplausos y, desprovisto ya del personaje y con la excusa de agradecer la acogida y explicar su relación personal y familiar con el flamenco, nos suelta un nuevo monólogo de diez minutos – supuestamente casual e improvisado – que nos salta las lágrimas de risa. Teatro con propina o teatro con estrambote: un género propio para un actor que tiene su habla propia, sus gestos propios, sus tics y amaneramientos inconfundibles, que a lo mejor lo ves y no te gusta, pero que, insisto, si no lo has visto, tienes que verlo.

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